Si alguna vez me quisiste, mátame. No me dejes en el
limbo de lo ignorado apestando mi propia memoria, ensalivando iracunda tu oído con mi nombre convertido en arcano,
arañando tu cuello con mi sombra porque ¿quién te dijo que la espalda es una
lápida? Mejor mátanos de una vez en una
hoguera para consumar la llaga, porque somos estúpidos y queremos morderle los
huesitos al tiempo para sentir que hoy también sabe a otro día. A mí, antes que odio, me da no sabes cuánta tristeza
el tener que recogerme los pedacitos de sangre con las manos, porque adentro
llevo una vida de cristal y para no cortarme el corazón me siento en la noche a
escribir el saldo negro de mis fracturas. Mátame para hacerte homenaje y
brindar en los cuellos de las vírgenes que inmolaste en la arena de mi
cuerpo, ésas que llamas cicatrices. Entonces serás grande y la gente lamerá tu
sonrisa perenne con avidez porque en la vida nadie es tan feliz. Mátame para
llenarme los ojos de humedad caliente y dulce, para limpiarme la sal que fuiste juntando y sanar
las heridas del viento. Mátame para ser una palabra que de pronto pulse
en tu labio o en la punta de tu dedo. Mátame, hasta en un poema pendejo que
hable de ausencias, olvido y de todo lo que dicen que está hecho el amor. Si
me quisiste no me pidas que no me muera para seguir tocando tu pared con mi
alma enflaquecida o zumbando con mi voz de desierto. ¿Para qué? Deberías
matarme cuando limpies las colillas de los cigarros que has dejado en el
patio. Entonces, terrible prodigio, resucitaré
de las cenizas que quedaron en tus dientes cuando beses a la ninfa con aroma a laurel.