jueves, 28 de febrero de 2013
La cosa es así; me acostumbré a estar al margen, mordiendo la orilla, siempre lejos de todo, mirando el centro pero, en especial, los espacios despoblados donde todavía se puede creer en algo y no me quejo; a mí me gusta creer, aunque me muera.
Por eso creo que la arena nos trabaja; creo que la gente le tiene miedo al desierto porque ahí se aparece el diablo y el cielo abierto no sirve de bastón para la multitud coja.
Creo que el tiempo de los ascetas se terminó hace mucho y ahora sólo quedan los locos que huyen; que siempre buscan incendios con una furia bellísima,
que corren desnudos por los pantanos de la memoria
que se pierden en el sur profundo con la muerte tomada de la mano
que le preguntan cosas al mar, los insensatos
que se llenan la piel de estrellas hasta hacerse costras
y jamás tienen miedo de ver al sol de frente.
Creo que su labor es penosa y raspa todos los huesos pero creo que ahí está el amor.
Creo que me gustan esos locos porque tienen algo de perros y yo tengo un perro habitándome la garganta en vez de pájaros creciéndome en la voz. Creo que eso, a veces, me pone triste. Creo que febrero es otro perro que pasa aullando profecías que nadie entiende; sólo esos locos que atisban los temblores de la tierra y los guardan bajo las uñas.
Creo que la noche es un dios conciliador que se mueve lento, en agonía, para dejarme traer todas las cosas de lugares donde nunca estuve porque sigo lejos y tengo que andar en una romería que tampoco sé cómo acaba.
Sobretodo, -y por cualquier excusa- creo que debería escribirte las manos y los ojos; los labios de comisura a comisura y cada uno de los vellos de tu barba. Sí. Voy a escribir tu delgadez y tu sombra de plástico tibio y tu ira con pulso de niña. Escribir tu aroma a fruta madura y tu forma de decir "no" y "ah, bueno". Lo voy a hacer porque creo que hemos sido expulsados y no me queda más que sembrar paraísos en esta tierra baldía.
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