Al final de cuentas –pensó en voz alta- la soberbia, la mala egolatría, no son más que la necesidad de autoafirmarse y reconocerse en un mundo que nos queda demasiado grande y amenaza con aplastar toda nuestra fragilidad. Es decir –siguió pensando- el abismo de la auto-conmiseración y el miedo se encuentran dentro del mismo espectro egoísta que la megalomanía y la soberbia. Y mientras tanto caminamos como dos personas a punto de encontrarse, pero no. Casi nos descubro.
Porque la soberbia resulta, en todo caso, un accesorio tan lindo e innecesario como una mascada esperando estrangularte. Y nada mejor para robustecer y llenar nuestros huecos que una bonita (aunque frívola) decoración. Y aunque te asuste, yo aprendí a ser silencio. Después de todo, la simplicidad siempre ha estado subestimada; en cambio resultan más atractivos el dramatismo carnavalesco y la morbosidad circense –continuó con su discurso en larga apóstrofe, como quien (pobre iluso) cree poseer una verdad incontrovertible-.
Pero, no puede ser del todo malo, quizá sea una especie de mecanismo natural de autoconservación (de lo más bajo y simple) diseñado para humillar antes de ser humillado. Pero todas las noches calan los huesos, todas las noches hay ecos royendo las entrañas. Quién sabe, tal vez la vanidad (en todas sus formas) ha esculpido al mundo –de pronto se calló, vio el crujido de su voz al impactar el cristal. Se acercó a la imagen y escuchó en el fondo una risita burlona-. ¡Bravo, es hermoso hacer el ridículo enfrente de uno mismo!- Se calló como quien descubre su falta y continuó mirándose en el espejo-. No llores, yo tampoco te reconocí.
Y alguien se encorva y solloza sobre mi cama,
Y alguien se encorva y solloza sobre mi cama,
alguien ciego como yo,
alguien que no soy yo,
alguien que no sé.