Aún no recuerdo cómo fue que caí de mi cuna,
de esos brazos de luna reflejando el calor de un vientre.
Aún no vislumbro aquel momento en que descubrí
el cuerpo de una mujer desnuda bajo mi ropa
vagando sola por un desierto de fantasmas.
Es cierto, no lo recuerdo porque poco me importó;
me creí pluma, llamarada o anémona
mecida por una corriente que nunca pude palpar a poro abierto
y terminó atropellándome la lengua.
Ahora me miro las manos trituradas de ausencia y lloro,
lloro como para llenar de océano toda esta arena
aunque el viento insista en quemar los sollozos.
El silencio es una brasa torturando la noche de mis recuerdos,
una gota derramando el caudal de mis venas.
Por eso no puedo escuchar el crujido de mis huesos disueltos
en no sé qué terrible mentira, en no sé qué invisible tropiezo.
Y no hay ningún refugio que me resguarde del cielo,
de las estrellas explotando sobre mis sienes
como luciérnagas apretujadas en la garganta.
No hay resguardo para mi cuerpo fracturado en suspiros.
Porque el miedo –lo acepto- es tan grande que me vuelve
más espesa que el tiempo, suspendiéndome en el vacío
como una funámbula derribada por su propia inconstancia.
Brazos amoratados en intentos fallidos de atrapar una certeza.
Cicatrices negruzcas, azules, que sólo el miedo me puede regalar
mientras camino trémula sobre la vida.
Todo para convertirme en un circo de botellas quebradas.
Entonces ¿el miedo para qué?
Yo seguiré jugando en la cuerda floja de mi abandonismo.
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